Hoy es de esos días en los cuales me apetece compartir contigo unos gramos de sinceridad: aquí me encuentro ante este folio virtual, en blanco, escribiendo palabras en negro porque mi mente necesita liberarse de recuerdos que personas conocidas, las cuales padecen o han padecido enfermedades que les impiden disfrutar de la movilidad y “normalidad” en sus vidas que otros disfrutamos, aún se encuentran retenidas en mi interior.
Los sentimientos que guardan mi corazón me hacen reflexionar para querer entender en que puede estar fallando esta sociedad para hacer que España se encuentre, hoy, a la cabeza de la Comunidad Europea en consumo de ansiolíticos. Pienso que puede estar pasando por la cabeza de tantas personas como conozco, para hacerlas dedicar tiempo y energía en llenar sus cuerpos con ciertas parálisis mentales, a la hora de pensar por sí mismas, mientras dedican ese tiempo suyo en libros, ponencias y formaciones sobre motivación y autoestima para sanar su depresión.
¡Como si esa fuera realmente la solución más factible para ellas!
Observo con cariño y envidia sana a esas personas conocidas y afectadas por importantes enfermedades, las cuales les obligan a muchas de ellas a ir en sillas de ruedas, otras permanecen inertes sobre una cama, y en ambos casos su propia fortaleza interna les provocan el resignarse al hecho de dejarse atrapar por ella, la depresión. Admiro en ellas como trabajan su mente buscando una superación que les haga más sencillo y comprensible el tránsito por la realidad que están viviendo. Y ese trabajar les hace que sus cabezas no dejen de crear nuevas posibilidades que terminan convirtiendo en maravillosos pararrayos de ideas, los cuales son como cuerdas para salir por ellos mismos, del pozo que los llamados «caminantes» no ven.
Me alegra comprobar como muchos de ellos comienzan a escribir, hablan sobre lo que sienten y como les hace sentir lo que viven, son capaces de hablar de la muerte como una “amiga” a la que deberíamos saber escuchar, aceptan lo que son capaces de hacer en su presente y también de lo que han tenido que dejar de hacer.
Aún recuerdo con cariño las palabras que un día mi tía Alex, afectada ya por la enfermedad del ELA y perdida gran parte de su movilidad, compartió conmigo. Lo vivo como si aún estuviera a su lado en la frialdad de esa habitación de hospital, ella postrada en la cama mientras yo buscaba distraerla con pensamientos y proyectos míos de futuro. Recuerdo su mirada, esos ojos negros desde los que nacían cantidad de palabras que la propia dificultad en su habla, no permitía que surgieran con la fluidez necesaria para mantener ese dialogo que en tantas ocasiones anteriores habiamos compartido.
– Adolfo, acepta el pasado como pasado, no niegues nada de lo aprendido y vivido en él. Aprende a perdonar y al mismo tiempo, aprende a perdonarte. Y cuando lo hayas hecho, haz realidad todo esos proyectos tan hermosos que estás compartiendo conmigo.
De su mirada, mientras manteníamos nuestras manos entrelazadas, aprendí como nunca es tarde para comprender que detrás de una actitud también debe existir un compromiso por querer avanzar. Y os aseguro que ambas cosas no se encuentran en ningún ansiolítico. Durante un año estuve tomando las dichosas pastillas, recomendado por mi médico, y nunca encontré en ellas ni el amor, ni la felicidad ni la tranquilidad. Ninguna de esas pastillas me aportó el amor que necesitaba para mi mismo, la movilidad de mi corazón, mi cuerpo y de mi mente.
Un día dije basta, poco antes de su muerte. Comprendí que salirme de la realidad, a base de asiolíticos, nunca es la solución ni el remedio «mágico» para lograr aislarse de un mundo tan complicado de entender que fabrica sus propias pócimas para que continuemos soñando.
La pastilla adormece el miedo, el amor despierta personas.
Decide, y si necesitas ayuda para comenzar, aquí estoy.