Historias verdaderas de amigos verdaderos

(J.J.Benitez)

 

He aprendido como el valor de la generosidad está siendo mal interpretado por ciertas personas o, incluso, usado de manera partidista e interesada. Permite que me explique…

…La Generosidad no debería ser tomada, no es, una virtud. Tampoco podemos considerarla como ese valor necesario, cargado de decimales, para ofrecerle el valor de la justicia. Y me explico.

 

Para mí la generosidad no forma parte ni constituye una cualidad que pueda ser considerada o tomada en cuenta de manera sobresaliente ni como un alarde que pueda facilitarme el considerarme mejor persona por ello. Pienso, siento y asumo, como forma parte esencial de esa Providencia que nos abastece de hechos, tan palpables, como para darme cuenta de que resulta tan natural, dentro de mi, que ya forma parte de mi actitud y mi manera de ser. Es cierto, soy generoso por propio egoísmo.

 

Al igual que mi buen amigo J.J. Benitez, he descubierto como ese egoísmo generoso debe ser compartido por mi de manera anónima, como debe formar parte de esa gran reserva llamada alma, construyendo en silencio y sin un necesario afán de reconocimiento. Dejando que nazca de manera natural, porque el verdadero generoso no sólo entrega, sobre todo, se entrega. Por todo ello, por todo lo que me ofrece y he aprendido, sobre el verdadero valor de la generosidad, hoy puedo decir que:

  • regalo siempre que puedo y quiero.
  • regalo por puro egoísmo.
  • regalo por el placer de ofrecer lo mejor de mi mismo.
  • regalo sin medir y también sin medida, porque así lo he decidido.
  • regalo desde ese almacén emocional al que yo llamo «imaginación», porque lo que regalo es tan diferente como apetecible para quien lo prueba.
  • regalo silencios, dudas, tolerancia y como no, también regalo perdón.
  • regalo perdón porque es la mejor manera de ser generoso y poder amar.
  • regalo mi amistad sin necesidad de «darme» golpes en el pecho con el único fin de demostrar como mi fe es mejor que la tuya. He aprendido que la fe no consiste en tener más que nadie ni en querer ser más que mi prójimo.
  • regalo mi generosidad para lograr compartir cada gramo de emociones que inundan mi ser. He aprendido  que no sirve de nada tener muchos conocimientos y herramientas que usar si no somos capaces de llenarlas de lo que somos hoy como personas. No comparto mis formaciones para ser mejor que nadie, comparto sólo porque me siento como ese delfín que salta en la mar junto a ti, buscando que al menos, aunque tan solo puedan ser unos segundos, puedas recibir la felicidad que todo lo aprendido ha hecho de bien en mi.
  • regalo generosidad porque he descubierto la hermosura que constituye formar parte de esa cuadrilla que navega, en una nave nodriza, con el único objetivo de volver a convertirse en «pescadores de hombres».
  • regalo amistad y gratitud a quienes saben respetar lo que he decidido ser y como lo comparto. No quiero junto a mi a esos demonios que forman parte de un club donde la venganza, los enemigos por no pensar como ellos, a las víboras no se les puede perdonar, tan solo mantenerlas alejadas. No quiero junto a  mi a las personas que no saben perdonar ni a los ingratos que se creen con el poder de ser más que yo. Lo siento, no estoy para perder ni mi tiempo ni mi vida.
  • regalo mi silencio a quien me ama. Cada minuto de silencio lo transformo en trillones de besos, palabras y amor para… lo siento, eso también forma parte de mi silencio.

 

¿Usted me comprende?

 

Mira hasta donde es capaz de llegar mi generosidad que hoy comparto una de las más bellas historias que he podido leer sobre la amistad. Un tipo de amistad tan verdadera como escasa, tan alejada de nuestra realidad social que solo unos generosos animales, los delfines, son capaces de compartir con nosotros para hacernos testigos de cómo esa otra realidad es factible y posible. Una realidad repleta de mágica fe. Disfrútala, porque ahora también es tuya.

«Barbate, Cádiz.

»(Donde me gustaría morir.)

»Me lo cuenta uno de los protagonistas. Me lo cuenta un viejo lobo de mar, hoy metido a remendador. Me lo cuenta sentado en una red, esa mar «disecada». Me lo cuen­ta desde el «dique seco» de los recuerdos. Me lo cuenta des­de la añoranza, todavía salada.

»—… Parece que lo estuviera viendo, mire usted.

Por aquel entonces La Perla del Océano era el orgullo de la flota barbateña.

»—… Faenábamos en aguas marroquíes. Hacíamos el «oscuro». Usted sabe: cada «oscuro», cuarenta días y cua­renta noches en la mar. De luna nueva a luna nueva.

»¿Usted me comprende?

»Y un amanecer, con el Atlántico barruntando vengan­za, la tripulación tiró del arte.

»—… La sardina entró. Fue una buena pesca. Y jala­mos como manda el Señor: cantando.

»¿Usted me comprende?

»La aguja de hueso, como un sexto dedo, picoteaba sin descanso el alma cuadrada de la red.

»—… Pero, con la abundante captura, llegó algo más: una cría de delfín. La pobrecita había quedado atrapada entre las mallas del arte.

»Y al punto, junto al barco, apareció la familia. En to­tal, ocho o diez delfines. Saltaban. Chillaban. Se agitaban como locos. No me diga cómo pero sabían lo que estaba ocurriendo.

»¿Usted me comprende?

»E impulsados por un noble y ancestral sentimiento, varios de los pescadores se deslizaron por la tensa red, buscando la liberación de la aterrorizada criatura.

»—… Fue visto y no visto, mire usted. Paravientos, El Largo y El Chino (nombres supuestos) sacaron las nava­jas, cortando el «lío». En situaciones así conviene tra­bajar con rapidez. Estos animalitos pueden morir en se­gundos. Y mueren del susto. Se quedan tiesos como una mojama.

»¿Usted me comprende?

»Y tomando al pequeño delfín fueron a depositarlo junto a su familia.

»—… Se nos saltaron las lágrimas, mire usted. Madre, padre y hermanos —porque digo yo que serían madre, pa­dre y hermanos del delfín—, al ver a la cría, arreciaron en sus chillidos. Le digo que gritaban como niños.

»¿Usted me comprende?

»Y la mar, alborozada, se vistió de espuma y de fiesta.

»—… La familia rodeó a la inexperta criatura y la con­soló y la animó. Y la madre y el padre —digo yo, en mi ig­norancia, que serían la madre y el padre— empezaron a saltar y a saludar junto al buque. Daban brincos. Asoma­ban las cabezas y decían que sí, que sí, que sí… Que mu­chas gracias.

»Y más chillidos. Y más brincos.

»Y nosotros, como unos tontos, llorando. Le digo que parecían personas.

»¿Usted me comprende?

»Y La Perla del Océano —el único barco del mundo que rompió amarras en alta mar para ir a morir a las pla­yas de su pueblo (Bárbate)— continuó viaje. Esta vez, rumbo a Casablanca.

»—… Y los delfines con nosotros. A proba. A popa. Y venga a saltar. Y venga a chillar. Y la madre, sobre todo la madre, como loca. Feliz. Se aupaba sobre las aguas y, a pesar de tener la cola partida, corría la banda una y otra vez. Un circo, señor. Un circo…

»¿Usted me comprende?

»La demostración de agradecimiento de los delfines «nariz de botella» se prolongaría el resto de la travesía.

»—… Y con el sol puesto, cerca de tierra, la familia de­sapareció. Fue un día redondo.

»¿Usted me comprende?

»Pero la historia no había terminado. ¡Cuan fino hila la Providencia!

»Y entrada la noche, la Perla zarpó hacia Algeciras.

»—… De pronto, el vendaval saltó por poniente. Y la mar se enroscó. La cosa se puso fea. Y los hombres, como es natural, se refugiaron en bodega. Todos menos tres.

» ¿Usted me comprende?

»Y el pesquero, sorteando montañas de agua, barrido sin cesar y sin piedad por un oleaje encanecido, peleó has­ta el alba.

»—… ¿Quién podía imaginarlo? Nadie, claro está. La tripulación dormía o rezaba. Arriba, en el puente, pade­ciendo, vigilaban y maniobraban el patrón de papeles, el timonel y El Chino.

»¿Usted me comprende?

»Y con las primeras luces del día, la tormenta amainó.

»—… Fue entonces cuando caímos en la cuenta: falta­ba El Chino. La mar se lo había llevado.

»¿Usted me comprende?

»Creí comprender. Comprendí la tragedia de aquellos cuarenta hombres. Y comprendí por qué se refieren a la mar como la «madre que mece o mata».

»—… Y a la altura de Kenitra, poco más o menos, nos enmendamos. Viramos en redondo y empezamos una búsqueda desesperada y —para qué le voy a mentir— condenada al fracaso. La mar seguía fea. Nadie hubiera sobrevivido en la noche y con aquel temporal.

»¿Usted me comprende?

»Pero los audaces bárbateños prosiguieron el rastreo, solicitando el auxilio del resto de la flota.

»—… Tres o cuatro horas más tarde, perdida la espe­ranza, cuando nos disponíamos a regresar a Bárbate, al­guien lanzó un grito.

»Entre el espumerío, el viento y el cabeceo del barco, alguien había visto algo.

»¿Usted me comprende?

»El anciano remendador detuvo un instante el vuelo de la aguja. Alzó rostro y memoria y continuó con los ojos humedecidos.

»—… Aquello fue un milagro de la Virgen del Carmen. ¿Qué otra cosa pudo ser?

»Vimos a El Chino flotando sobre las olas. Permanecía tumbado, boca abajo, agarrado a algo oscuro. Al principio creímos que se trataba de un madero.

»Y a su alrededor —¡Virgen Santa!—, nadando en círculo, la familia de los delfines.

»Y al vernos, la madre —la de la cola partida—, se puso a chillar y a decir que «sí» con la cabeza. Que sí, que El Chino estaba vivo.

»¿Usted me comprende?

»Dije que sí, pero con el corazón.

»—… Y aquellos inteligentes animalitos no se movieron hasta que conseguimos rescatarlo.

»Y El Chino —¡Virgen Santísima!— no se hallaba tumbado sobre un madero. ¡Su tabla de salvación era un delfín!

»Y aquellos hombres como castillos —se lo juro por la gloria de mi madre— lloraron por segunda vez.

«¿Usted me comprende?

»El Chino, según su propio relato, fue golpeado por la mar cuando intentaba asegurar el arte, cayendo, en efecto, a las embravecidas aguas. Ninguno de sus compañeros del puente reparó en ello.

»Y cuando el pescador creía llegado su fin surgió la familia de delfines.

»Y por espacio de más de diez horas lo sustentaron, animaron y protegieron de los tiburones, trazando círculos en torno al náufrago.

»A causa del trauma, El Chino perdería el habla.

»Y desde entonces, cada día, se asoma a la mar, esperando volver a ver a su segunda «familia».

» «¿Usted me comprende?»

(J.J. Benitez)

Texto recogido en su libro Mágica Fe

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