La mayoría de nuestras heridas se acuñaron en nuestra niñez, mientras se forjaba nuestra personalidad a golpe de autoafirmación o luchas contra la frustración que suponía no ser el mejor en algo o para alguien que nos importaba. Nuestra habilidad para recibir amor fue sesgada por el comportamiento de otro menor o un adulto inseguro en alguna parte de nuestro camino y desvió nuestra atención hacia el enfoque en nuestras magulladuras.

Con el paso del tiempo, esas heridas no sanadas se hicieron más profundas y, para nuestro asombro ante ese infortunio, sangran en esas ocasiones en las que vivimos situaciones similares a la que las produjo. Luchamos contra ese dolor que regresa trayendo consigo a la memoria el hecho de que tenemos una incógnita para la que desconocemos la fórmula a aplicar o para la que nos falta la fuerza o el deseo de aplicación.

Las matemáticas, simplemente, se atisban insuficientes. Volvemos a ser niños heridos, con independencia de los años transcurridos, nuestros logros profesionales/personales o la lejanía de nuestra ubicación actual respecto al lugar en el que se nos hirió.

Nuestra mirada evoca la misma indefensión que entonces, con el mismo sentimiento de fragilidad, sin creer tener una esquina donde enterrar el pasado y alzar el vuelo, libres de la atadura que supone el recuerdo. Nos ocultamos tras diferentes disfraces, pero seguimos siendo, en lo profundo de nuestro ser, niños atemorizados que buscan la aprobación de los demás, evitan involucrarse en relaciones profundas y responsables y sirven a dioses como el miedo y la vergüenza…lo que nos hace detenernos en el tiempo…

La sanidad emocional de ese niño herido que vive en nosotros únicamente puede darse desde adentro hacia afuera, lejos de terapias superficiales de idílica felicidad o frustrantes utopías. Con los pies en el suelo.

Nombrando por su nombre lo innombrable.

Enfrentándonos.

Luchando….

Cayendo….

Levantándonos…

Y avanzando una vez más…

Madurando…

Cicatrizando heridas…

Sanando…

Paso a paso…

 

Maray

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